miércoles, 24 de agosto de 2011

Cosas de la vida (1)

La democracia no existe. En ningún lugar del mundo ha existido y es, al menos, muy discutible las condiciones en que en alguna parte pueda llegar a existir. Esto no depende sólo de voluntad de los quisieran que existiera en realidad, sino de las condiciones materiales en que se basa la “democracia” y en las que se debería basar.


La democracia, (si nos atenemos a su significado semántico, el gobierno del pueblo), es imposible que exista o que haya existido habiendo por siglos la división existente en la sociedad entre intereses materiales contrarios. Ni en la llamada Grecia Antigua la “democracia” dejó de representar el gobierno del “pueblo” de entonces (hombres libres, menos los esclavos), que sólo incluía a los tenidos por “ciudadanos”.


En el capitalismo la “democracia”, se supone, amplia “el campo de inclusión” al meter dentro del “pueblo” a una serie de clases y extractos de clase sociales (incluso, contrarias a ella) de los cuales la burguesía se erige como “su representante”. Con ésta al frente de la “democracia”, el “ser ciudadano” adquiere un nuevo contenido al “borrar” la división existente en la sociedad capitalista entre intereses materiales antagónicos. Y es, de esta manera, como todos los aparatos de control, represión, dominio, legitimación, reproducción e imposición del capitalismo contra todo y contra todos (incluso, a veces, contra algunos sectores o extractos de la propia clase de los burgueses que, de momento, estorban a los intereses del conjunto del régimen), vienen a ser puestos en marcha en la totalidad de los ámbitos de la vida material (sobre todo, los que se refieren al idiotismo, la enajenación en debe mantenerse a la gente para ser maneja de acuerdo con los propios intereses del régimen capitalista).


El Estado y el “estado de derecho”, por tanto, son tan indispensables en una “democracia” como la capitalista, como lo son todos los mecanismos, instituciones y aparatos que los constituyen y que les sirven a los dueños del capitalismo para perpetuarse todo lo más posible, y a su régimen de producción.


Una de las muchas falacias, mitos e ideas maniqueas con las cuales se reproduce la “democracia” del capitalismo, es aquélla que asocia a “las elecciones” como sinónimo de la “democracia”. ¿Quién elige, a quién elige y qué es, en realidad, lo que se elige dentro del capitalismo?


Si la sociedad es capitalista está, por ende, controlada por los dueños de ese régimen de la producción. Las más peregrinas ideas al respecto hablan de los intereses de esos dueños como si se tratara de los intereses del conjunto de la sociedad, a las cuales (las ideas, me refiero), dada la vulgaridad o refinamiento que tienen, sólo debería dárseles el lugar que les corresponde en tanto que falsificaciones de una base material que tiene al control y al dominio para la reproducción del capitalismo, como objetivo no declarado so pena de desnudarse, evidenciando así para lo que sirven.


Hombres “libres” e “iguales” (primero, como productores directos “con iguales derechos en el mercado” y, después, al separar de manera formal y luego real, la propiedad tenida por el productor directo respecto de sus condiciones de producción, con lo que, ahora sí, además de “iguales” son “libres” para elegir en el mercado), jerárquicamente organizados en el mercado (en el caso de la “democracia”, “el electoral”) para participar en “la elección de su preferencia”.


Como el control y dominio de la totalidad del régimen está en manos de sus dueños (que por este acto vienen a convertirse siempre y en todo lugar, según la jerarquía de la organización política de su sociedad, o sea, de la sociedad capitalista, en una oligarquía real que en los hechos pone en funcionamiento la “democracia”), sólo lo que a los intereses de ellos conviene es lo que pueden poner a “elección” del conjunto de los “ciudadanos”. Cualquier intento por salirse de este guacal de sus intereses para preservar y reproducir la “democracia”, será aniquilado sin parar mientes en “la forma”, salvo en el excepcional caso de que, determinadas circunstancias existentes en la lucha de clases, le hagan servirse de un camuflaje especial e “inventar” “nuevas formas” de la “democracia”, sin soltar, por ello, el poder de sus manos.


Es por eso lógico y un hecho demostrado en la historia que:


“[…] durante todo el siglo XX, se abortaron sangrientamente todos y cada uno de los intentos de hacer compatible el socialismo con la democracia. Cada vez que las izquierdas ganaron las elecciones y pretendieron seguir siendo de izquierdas, un golpe de Estado dio al traste con el acta constitucional (España, 1936; Guatemala, 1954; Indonesia, 1965; Chile, 1973; Haití, 1991; y un largo etcétera). Es lo que yo llamé ‘la pedagogía del millón de muertos’: cada cuarenta años, más o menos, se mata a casi todo el mundo y luego se deja votar a los supervivientes. Esto es lo que normalmente se conoce como ‘democracia’.


“Así pues, al comunismo no le quedó nunca otra vía que la revolución armada. Pero no porque fuera incompatible con la democracia o el parlamentarismo, sino porque, por la fuerza de las armas, se impidió hacer cualquier intento de lo que fuera […]


“[…] porque lo que no se podía permitir es que se hiciera visible que el socialismo era compatible con el Estado de derecho.”


(Prólogo de Santiago Alba Rico al libro “El orden de El Capital. Por qué seguir leyendo a Marx”, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, Akal, España, 2010, p. 15)


Luego entonces, ¿cómo alguien que dice “ser de izquierda” puede afirmar que la entrada del capitalismo a los países no capitalistas del llamado “bloque soviético”, es sinónimo de la entrada de la democracia a esos países?


La “democracia” irrumpió en esos países con distintos tonos, pero bajo el “mismo esquema”, a saber:


“Coincidiendo con el final de la guerra fría, en el apogeo de la crisis económica, recorrí varias ciudades y zonas rurales de Rusia. Las reformas patrocinadas por el FMI habían entrado en una nueva fase, extendiendo su influencia fatal a los países del antiguo bloque soviético. A partir de 1992, extensas zonas de la antigua Unión Soviética, desde los estados del Báltico hasta Siberia oriental, fueron lanzados a una profunda pobreza.


“[…] la desintegración económica de Yugoslavia […]. Se había puesto en marcha un ‘programa de quiebras’ maquinado por los economistas del Banco Mundial: en 1989-1990 se hicieron desaparecer cerca de 1,100 empresas industriales y se despidió a más de 614 mil obreros de la industria. Y eso era sólo el inicio de una fractura económica mucha más profunda de la federación yugoslava…


“[…]


“En la antigua Unión Soviética, y como resultado de la ‘medicina económica’ administrada por el FMI a partir de 1992, el deterioro económico ha rebasado la caída de la producción ocurrida en el apogeo de la segunda guerra mundial, tras la ocupación alemana de Bielorrusia y partes de Ucrania, en 1941, y el bombardeo intenso de la infraestructura industrial soviética. De una situación de pleno empleo y relativa estabilidad de precios durante los setenta y los ochenta, la inflación se ha disparado, las ganancias reales y el empleo de han desplomado y los programas de salud se han esfumado. En cambio, el cólera y la tuberculosis se han extendido a velocidad alarmante a lo largo de una amplia zona de la ex Unión Soviética.


“Este panorama se repite en Europa oriental y los Balcanes, donde las economías nacionales han caído una tras otra. En los países bálticos (Lituania, Letonia y Estonia) y en las repúblicas caucásicas de Armenia y Azerbaiyán el producto industrial bajó en un 65%. En Bulgaria, en 1997, las jubilaciones se redujeron a dos dólares al mes. El Banco Mundial admitió que el 90% de los búlgaros viven por debajo de la línea de pobreza definida por él mismo: cuatro dólares al día. Como no pueden pagar electricidad, agua ni transportes, numerosos grupos de Europa oriental y los Balcanes han quedado brutalmente marginados de la edad moderna.”


(Michel Chossudovsky, “Globalización de la pobreza y nuevo orden mundial”, UNAM-Siglo XXI Editores, México, 2003, pp. 3 y 7-8)


Decir “ser de izquierda” como decir que la democracia entró en esos países de la mano del capitalismo, es hablar por hablar, en el menos peor de los casos. A menos de que consideremos indispensable para “conocer” el no querer ver un poquito más allá de nuestras narices ignorantes (tan aplaudidas por eso por los burgueses y sus sicarios), tanto como para que, de esta manera, podamos decirnos “ser de izquierda”, sin detenernos a pensar un poquitito de lo que estamos hablando ni lo que esto trae como consecuencia. Hablar por hablar lo único que demuestra, si acaso, es que tenemos un órgano que nos sirve para eso, aunque en lugar de palabras puras tonterías salgan a colación, pues, al menos hasta el momento, no se ha descubierto que se piense mediante el uso de la boca, la lengua ni, siquiera, de las cuerdas bucales, por muy potente voz que salga de nuestro ronco pecho.

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