sábado, 4 de agosto de 2007

El Movimiento estudiantil y el miedo.

Esto es sobre esas discusiones que ha propuesto Camilo y han quedado en el tintero o el teclado en el foro y el blog. Va con el compromiso de liquidar la pasividad e inercia.

El movimiento estudiantil y el miedo.

Reflexionar y discutir sobre una caracterización social sobre la gente con la que trabajamos, es a la vez analizar lo que nosotros mismos somos. Una serie de valores se van encarnizando en todo el tejido de la sociedad, que si no analizamos, nos topamos con la pared del pragmatismo, a través del trabajo artesanal: veríamos como una amorfa masa de pequeño burgueses a los estudiantes, y el movimiento estudiantil. Partir de una serie de principios generales es válido, a riesgo que de no hacerlo, la actividad práctica y la crítica son el baluarte del oportunismo: alguien que comienza militando y nunca se plantea seriamente que el trabajo político es transformación de la consciencia propia y la ajena, se vende o traiciona.

Propongo un pequeño recorrido por algunas etapas del movimiento estudiantil en México, para discutir problemas y poder llegar a analizar en qué estamos. Si enfatiza a la UNAM, es por la trascendencia que lo ahí acontecido, es la medida para la educación superior pública.

1968

Una huelga universitaria que paralizó varias instituciones educativas, evidenció las contradicciones presentes en la sociedad, pues la inconformidad acumulada, tuvo en un aparentemente incidente menor, la respuesta represiva del diazordacismo, que consideraba el delito de disolución social. Desde el 26 de julio hasta diciembre que fue levantada la huelga, el estado tuvo como prioridad, aplastar el movimiento estudiantil-popular. En el Consejo Nacional de Huelga recayó la dirección del movimiento, al ser representativo de las escuelas en paro, y su dinámica asamblearia, puso de manifiesto la exclusión a la que sometía el régimen, lo mismo a la clase obrera, que a las capas medias de toda desición política.

El gran parteaguas, donde el mito y el culto a la alegría/rebeldía, lo mismo está presente en el libro La Noche de Tlatelolco de la Poniatowska (pues es un testimonio periodístico valioso), que en las justificaciones de sus ex-dirigentes renegados. La leyenda negra del movimiento estudiantil lo ha vuelto una conmemoración de sangre, en donde la impunidad campea y el ejército es dejado afuera de la matanza en la Plaza de las Tres Culturas, según la versión oficial. Se ha sepultado la participación de obreros y del pueblo en las movilizaciones de julio a octubre de ese año: y es que el acceso masivo de hijos de trabajadores y campesinos a la universidad pública, había resquebrajado el viejo elitismo de la UNAM en un país donde el desarrollo del capitalismo requería fuerza de trabajo calificada, cuadros técnicos y científicos, pero también cuadros políticos para el gobierno. El Politécnico en cierta forma era la antítesis del acceso restringido a la educación superior. Por eso es lógica la participación popular en el 68, ya que se puede decir que un sector creciente del pueblo estaba adentro de las universidades, matriculado.

Para los estudiantes provenientes de la clase media, se estaba cerrando el último ciclo importante por medio del cual se podían colar al ascenso social. Ello se hizo fehaciente en la represión militar que estableció un estado de sitio hacia las escuelas participantes en las protestas. Si bien, se ha establecido que el movimiento armado de los 70, fue catalizado tras ese desencadenamiento de hechos políticos, al cerrarse las puertas del sistema a toda reforma, también es importante indicar que a partir de esa cerrazón el régimen afinó sus mecanismos de control sobre la juventud (esa cosa etérea), generando el miedo a la participación política, además de ver como sumamente rentable a esa masa.

Todavía al conmemorarse 20 años del movimiento estudiantil, era un tabú responsabilizar al ejército de la masacre (para prueba de que en buena medida lo es, está la exoneración reciente a Echeverría como corresponsable del genocidio).

1971

En cierta forma fue la secuela de 1968, fue aplastado por el grupo paramilitar de los halcones, entrenado por el ejército en el campo militar número 1, y formado por lúmpenes reclutados por el entonces Departamento del Distrito Federal. Aquí el estado mexicano demostró su rápido aprendizaje al lanzar destacamentos de golpeadores y porros vestidos de civil, simulando un choque entre estudiantes. Nuevamente la moraleja del descenlace, fue que se estaban canceladas las vías legales de transformaciones sociales, así fuesen las reformas democráticas mínimas. La diferencia entre 68 y 71 fue que éste último se inició con por demandas de carácter más interno hacia las estructuras de gobierno de las universidades; la cuestión es que los dos movimientos, concluían en un rotundo cuestionamiento al autoritarismo priísta.

En el primero, se demandó tanto la destitución del jefe de la policía, como la disolución del cuerpo de granaderos y la libertad de los dirigentes presos de la huelga ferrocarrilera de 1958 (Campa y Vallejo). En 1971, las consignas fueron, entre las centrales: democratización de la enseñanza, desaparición de todas las Juntas de Gobierno de las Universidades del país y de todas sus actuales leyes orgánicas, libertad a todos los presos políticos, y poner bajo el control de los estudiantes y maestros los presupuestos destinados a las Universidades.

(Fuente: "Un diálogo interrumpido", en Vida Pública, Siempre! No. 939, 32 de junio de 1971, citado en la página geocities del CGH, 2000).

Dos cosas saltan a la vista: la creciente consciencia del movimiento estudiantil sobre sus propias demandas y la vinculación de las mismas con la realidad socio-política del país. La composición popular del estudiantado es palpable, y por su propio potencial, el estado mexicano relanza una muy dirigida política de cooptación de cuadros destacados en las movilizaciones: como sujeto social, el estudiantado no es sino destacamento de las clases sociales que tiene vida mientras se prepara, mientras estudia; aún está por entrar al circuito de la acumulación de capital, al mercado de la fuerza de trabajo. Todavía en los setenta, puede ingresar al aparato productivo o administrativo por oleadas enteras a la boyante industria, privada o paraestatal.

Sobre este punto, la reforma de Reyes Heroles en 1976, destinada a legalizar al partido “comunista” dándole algunas curules plurinominales, alimentó la coopatación de “gente progresista”, y trató de apaciguar la convulsa situación donde el movimiento armado se estaba desarrollando. La colaboración del PCM con la “apertura democrática” fue de júbilo. Al respecto, hay que subrayar que este partido, una vez reprimidas a sangre y fuego las luchas obreras en donde fue partícipe (la caravana del hambre de los mineros de Nueva Rosita y la mencionada huelga ferrocarrilera), se nutrió destacadamente de la pequeña burguesía ilustrada, donde la reforma universitaria instaló a sus cuadros dirigentes en los puestos claves de los centros educativos, teniendo acceso a los fondos del subsidio otorgados a la educación superior. La pequeña burguesía se instaló en la confortable situación de ser oposición de izquierda muros adentro de las universidades, derrochando demagogia populista, con asideros reales, pues el pueblo seguía estando matriculado.

(Entre paréntesis, el PCM constituyó la representación más fiel de la pequeña burguesía radicalizada).

1986

Ojo. El movimiento del CEU ha marcado derroteros para bien y para mal en el movimiento estudiantil actual. Producto de la crisis de 1982, la generación inmersa en estas movilizaciones, se fue a fondo de la defensa de la gratuidad de la educación superior por la implementación de contrarreformas lanzada por Jorge Carpizo, rector de la UNAM, expandiéndose la protesta a otros centros de enseñanza en el país como ondas de choque. Las medidas eran la punta de lanza del Banco Mundial y el FMI, para la educación en América Latina, recortando el gasto social. El proyecto privatizador por primera vez amenazaba con elevar las cuotas y en el caso de la Universidad Nacional, además trataba de cancelar el pase automático. Evidentemente el entorno era explosivo, asomando la cabeza las capas medias que copaban las universidades, junto con los hijos de obreros y campesinos. La imposición de las cuotas, la restricción de la matrícula propuesta por el delamadridismo -por los recortes presupuestales y las primeras privatizaciones- hubieran significado ya la cada vez más difícil imposibilidad de ascender en la escala social, y generado una presión social mayor por parte de aquellos que ya no hubieran entrado a la universidad. Al echarse para atrás las medidas oficiales, fue manifiesto el carácter coyutural del movimiento ceuísta: hasta las representaciones por escuela sufrieron divisiones en tres principales corrientes.

El Consejo Estudiantil Universitario en su origen funcionó como el órgano de delegados y deliberación de las escuelas de la UNAM. También se demandaron transformaciones como la democratización de órganos como la junta de gobierno que elige al rector (por decisión de unos cuantos miembros a espaladas de la comunidad universitaria: sus 15 miembros lo nombran).

La multitudinaria presión universitaria hizo ceder a la rectoría y al gobierno en sus afanes privatizadores. Pero una victoria estudiantil, que puso fin a la huelga, el ala oficial la convirtió en derrota: la conquista de realizar el Congreso Universitario como una de las demandas, instrumentó a este para desactivar las banderas de democratización, al haberse celebrado a una distancia tal de dos años, que sin movilización estudiantil de por medio, acabaron imponiéndose las medidas de la derecha, conservando intacta la institucionalidad universitaria edificada en los años treinta.

No fue una intervención de la fuerza militar la que liquidó las movilizaciones, sino la debilidad del movimiento ceuísta, al no construirse una organización permanente, sino al haberse finiquitado una vez revertidas las medidas pretendidas. Fue una clásica reacción a la crisis capitalista protagonizada por las capas medias, ante una situación de golpeteo a su nivel de vida: desempleo y cierre de expectativas, demostrando que en efecto, la institución escolar es caja de resonancia de la lucha de clases. Pero aún así, el pueblo no había sido expulsado de las universidades públicas y aún daba sus últimos respiros, viendo cancelado ya su ascenso social. Como muestra de ello, el salario real cayó en seis años desde 1982 a 1988, más de 50 por ciento en su poder de compra. La dispersión organizativa de los estudiantes reflejó la turbulencia de la crisis económica que precipitó a la clase dominante a acelerar las reformas neoliberales. Varios esfuerzos de movimientos populares (urbanos por vivienda, obreros, amas de casa) conformaron algunas organizaciones importantes, pero un común denominador fue la falta de unidad, que parcialmente se establecería en torno a la candidatura cardenista dos años más tarde.

La negociación y la cooptación, fueron los medios por los cuales se canalizó la gran movilización universitaria.

1989-1990, UAP

En lo más alto del sexenio salinista, irrumpe el último movimiento estudiantil masivo en la historia de la UAP. La destitución del rector electo democráticamente por la comunidad universitaria, a manos de una junta de gobierno espuria (velecismo-PRI-derecha), tuvo la respuesta de una articulación de los estudiantes en rechazo a la medida. La matrícula de la universidad rondaba los cien mil estudiantes, en donde aún los hijos de trabajadores, eran mayoría; y se estaba iniciando una tendencia a la inscripción en la institución, de estudiantes provenientes de las capas medias castigadas con severidad por la crisis de los ochenta, ya sin acceso a las universidades privadas (UPAEP, UDLA, etc.). La composición social de la universidad, popular, se evidenciaba en las manifestaciones de hasta 25 mil o 30 mil universitarios, donde la gente proveniente del pueblo era la más proclive a la organización, o por lo menos tenía mayor claridad en la defensa de la educación superior pública. En esos años ya había llegado a su fin la función de capilaridad social, en tanto permitirle a los egresados el acceso al empleo profesional y la elevación de su nivel de vida.

En el terreno político-ideológico, era de vital importancia para el régimen salinista derrotar el proyecto de universidad democrática, crítica y popular de vocación masiva y humanista, donde innumerables movimientos sociales tuvieron la solidaridad de los estudiantes.

Al negociar la cúpula malquista el fin de las movilizaciones, en pro de nuevas elecciones para rector (las últimas por voto universal, directo y secreto), se echaba en forma definitiva el destino de la UAP a los designios oficiales, consumándose con la elección de José Doger en la rectoría, emanaron de su administración, la cancelación del voto universal, la disminución de la matrícula, el cobro de cuotas, y evidentemente, se quitó el carácter crítico de la educación. El discurso de la excelencia académica, llegó a niveles aberrantes de permitir la entrada de Salinas a la universidad en un acto oficial o la propaganda del sindicato blanco SITBUAP, con la frase “Con dignidad no se come”.

Ahora bien, aunque se trató de la imposición de la modernización educativa, la política de rectoría y el gobierno, contó con la complacencia de un importante sector de estudiantes por varias razones: a) el movimiento estudiantil había sido liquidado, b) la injerencia de Salinas fue rotunda, c) fundamentalmente por el punto original de esta reflexión, en tanto que la composición social de los universitarios había cambiado radicalmente, y era bien vista a ojos de aquellos que en otra época hubieran ingresado a universidad privada, como el anhelo de una universidad “al margen de la política”, en donde la “educación debe pagarse para poder ser aprovechada”. En este imaginario, se acopló a la perfección la propaganda de la derecha universitaria, coincidentemente con el grueso de la población estudiantil, que lejos de pugnar por la gratuidad de la enseñanza, consideraba a final de cuentas, que la UAP, les significaba ser la más barata de todas. Se habó de recuperar a la academia como la actividad sustancial y de la necesidad de despolitizar y desideologizar la enseñanza, si ello quería decir, politizar por la derecha e ideologizar en la misma dirección.

No está de más decir, cómo la competencia se fue entronizando como valor esencial del estudiantado (claro, se soportaba en un aparato propagandístico bien diseñado): aprobar el examen de ingreso, se sigue viendo como la llave del éxito efímero, sembrando la idea de que sólo los capaces pueden educarse.

Política oficial y aspiraciones de la pequeña burguesía, son un binomio duro de roer, siendo palpable que convencer de un planteamiento crítico, no sea miel sobre hojuelas.

1999-2000

Nuevos intentos privatizadores de la educación, generadores de una vasta inconformidad y manifestaciones, volvió a darse en el epicentro de la UNAM. Ya plenamente instalado el neoliberalismo en las universidades de provincia (la UAP incluida desde 1991), una parte significativa de los hijos de trabajadores y campesinos, estaba ya expulsada de las aulas: desde el salinismo se lanzó el discurso de la excelencia académica traspolando la excelencia productiva del gigante automotriz japonés Toyota. El cobro de cuotas y la restricción de la matrícula estudiantil desde hace ya muchos años habían sepultado a la educación superior pública en centros importantes del sistema educativo; a la par que las reformas al artículo 3º. en donde se decretó la obligatoriedad del estado a garantizar la educación sólo hasta la secundaria.

En 1999, Barnés de Castro, rector de la UNAM, vuelve a agitar la fantasmal insolvencia de la universidad para tener que cobrar cuotas, y por ende, la selectividad era necesaria para alcanzar la calidad y excelencia. Un tanto, recurriendo a la experiencia de 1986, se conforma el Consejo General de Huelga con representaciones por escuela, recibiendo solidaridad de otras universidades del país. Además el gobierno del DF, no era ya un obstáculo a las movilizaciones.

Nuevamente la dispersión de la pequeña burguesía, se erigía en obstáculo del movimiento, al dividirse en una variada gama las corrientes políticas del CGH, debilitando la organización; sin embargo, no hay que perderse en el fenómeno de división, pues tendencias siempre las ha habido, lo mismo que presencia de partidos y expresiones políticas.

Es muy sintomática aquí la aparición de una, nada desdeñable por su influencia, corriente anarquista: suprema expresión de la desesperación pequeñoburguesa que no acaba de reconocer su deriva en dos aguas, su navegación entre dos clases fundamentales del capital, aferrada al ideal prohudoniano de la pequeña propiedad. Esta tendencia, incluidos quienes actúen por convicción en las filas ácratas, fue carne de cañón de la infiltración policiaca, con el discurso de confrontación hacia la traición de los moderados del PRD, representados en el superviviente CEU histórico. Pero su obrar de buena fe es lo de menos, e igual brinda elementos de provocación a la represión.

La entrada de la Policía Federal Preventiva -el ejército uniformado de gris- a ciudad universitaria reprimiendo salvajemente a los estudiantes que hacían guardia (con casi mil detenidos en cuatro días), después de una larga huelga estudiantil con un enorme desgaste, indicó otra fase en la reorganización del cuerpo represivo estatal. Fue terrorismo de estado, tal cual. Una gran manifestación en la plancha del zócalo del DF, exigiendo el fin de represión, la salida del ejército gris de Ciudad Universitaria y la liberación de los presos políticos, obligó al gobierno a liberar algunos presos, tras lo cual optó por legalizar lo ilegal, es decir, nombró un nuevo rector a consecuencia de la violación de la autonomía universitaria. Poco antes, la ofensiva de Zedillo, ya había consumado la traición al EZLN en febrero de 1995, y declarado al EPR como grupo terrorista contra el cual debía ser empleada “toda la fuerza del estado”. Ese mismo destacamento militar ahí ensayó su bestidalidad aplicada luego a los campesinos de Atenco y contra la APPO, recientemente.

La respuesta de la pequeña burguesía, ambivalente, fue por el flanco intelectual orgánico oficial, de total respaldo al zedilismo, porque ya era hora de recuperar las instalaciones universitarias “secuestradas” por grupos fundamentalistas y radicales; y por otro lado, la tibia condena de la intelectualidad progresista académica, pero fuera ya de toda incidencia en el CGH. En medio, un grupo de personalidades, planteaba una salida, condenando igual a las autoridades universitarias y al CGH. A final de cuentas, la aprobación del reglamento general de pagos fue derrotada, pero de igual modo lo fue el último movimiento estudiantil masivo. Entregada o ultraizquierdista, la pequeña burguesía universitaria, mostraba su carácter oscilante, juntándose ambos extremos. A partir de esa experiencia, la UNAM dejó de pesar como en otras épocas en la vida política.

Como conclusión

El movimiento estudiantil dejó de tener un carácter nacional desde los ochenta porque la crisis dispersó la capacidad de respuesta política del estudiantado, al exacerbar la tendencia a la individualización y hacer crecer la necesidad de incorporación más temprana a la vida económica (alternando empleo precario con escuela).

La propia crisis, hizo más patente el sálvese quien pueda del neoliberalismo, adelgazando a las capas medias. En otras palabras, el choque entre las clases sociales tiende a ser más frontal, sí, por la propia lógica de apropiación de la plusvalía (que acarrea empobrecimiento absoluto y relativo de la clase obrera), pero además por estar siendo más frágil la pequeña burguesía que antes amortiguaba la lucha descarnada. De hecho, la universidad, fue válvula de escape de esta capa social.

Podemos ver cómo la pequeña burguesía, en sus respuestas al estado, es fiel a su vacilación, oportunismo, volatilidad, atomización.

Al perfilarse la debacle de los profesionistas en sus ingresos, de los pequeños comerciantes embestidos por las cadenas comerciales, de los propietarios agrícolas medios golpeados por la falta de financiamiento al desarrollo rural, de la pequeña y mediana industria ante las trasnacionales que liquidan ramas productivas enteras, en fin, de toda aquella gente que en 1994 se declaró en moratoria e insolvencia frente a la banca, es más aguda la tendencia a defender con todo su permanencia como clase media de quienes todavía están ahí. Y además, es más numeroso el contingente de asalariados y pobres que perviven en el otro extremo social. También está mejor apertrechado en sus nexos internacionales, la oligarquía financiera en el poder, que no es otra que la clase capitalista.

El ideario de la subsistente clase media inscrita en las universidades públicas, va de la frustración por no haber podido ingresar a la educación privada, al aplauso por las medidas de darle una “mejor imagen” a la institución, hasta el abierto aval al reforzamiento de la seguridad (porros uniformados e institucionalizados provenientes de la lumpenada y la delincuencia).

El sistema ha introyectado (valga el giro psicologista) los valores reinantes de su fase actual: el miedo a la participación política porque como hemos visto líneas arriba, la lección es dura en los movimientos sociales, oscilando entre la condena y la cárcel; el miedo al pueblo está enraizado en la exigencia de mano dura a la delincuencia, a través de la muy eficaz propaganda contra la inseguridad pública, desviando el fondo del asunto; el miedo a la pobreza ante una realidad que no perdona y precipita a cada vez más clasemedieros a las filas de los proletarios, del subempleo, etc. (los casos de suicidios son la respuesta irracional, casi patológica frente al acorralamiento investido de buró de crédito e hipoteca vencida); dentro de lo anterior, está el miedo al desempleo, a la pérdida de los pequeños privilegios, a estas alturas ya raquíticos, como contar con la tarjeta de crédito, tener auto, poder pagar un departamento de interés social al banco o la inmobiliaria, o incluso, poder conservar el empleo.

Instituciones como la familia también se están transformando a pasos acelerados, poniendo al desnudo algo que ya se sabía desde hace mucho: papá, mamá y los hijos como la célula de la sociedad, en ese esquema, son prácticamente míticos, pero esa disfuncionalidad es funcional como mito hegemónico.

Los valores arraigados bajo múltiples formas son casi imposible de desenmascarar con cuadratura, con la actividad por la actividad, con el trabajo artesanal que va a contrapelo del hecho básico de que el estudiante forma parte del ser social y vive en un medio concreto, de que la individualidad pesa, porque es a la vez social. Que el estudiante es pequeño burgués es un hueco lugar común, si no se asume el reto de que transformar, organizar la consciencia, es tarea para siempre, y uno en la marcha deja de investigar cómo vive y cómo piensa. Cabe en este escenario la radicalización de forma, ante la partida del último tren en donde viajaba el confort y la comodidad deseada; cabe la derechización deseosa de ver la conversión de la escuela como el reducto donde no tengan que ver a la pobreza, ni a los pobres cara a cara.

La dificultad, cierto, está en la fascistización, la soterrada o burda competencia transpirada en los poros de la sociedad. Pero la material decadencia de los peques, coloca sin ambages en su sitio a los polos antagónicos; de ahí que ese mostrarse de la realidad social, puede ser conscientizado en la organización que se despliega. Es lacerante para el proyecto de triunfo, la negativa del sistema a darles un espacio en dónde estar al terminar una carrera, y ahí hay terreno fértil para politizar esa naturaleza del capitalismo, señalando como derrotero a transitar, el asumir una postura digna, racional, científica, ante tanto consumismo, cerrazón, intolerancia; señalando la necesidad de definirse. Espartaco es la posibilidad de hacer visibles las invisibles cadenas de la enajenación y destruirlas.

El Coquis.

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